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Presentación de Carlos Árambulo, en representación del Jurado Calificador de la XXIII Bienal de Cuento.
Señores representantes de Petroperú y el Premio COPÉ, distinguidos miembros del jurado calificador, talentosos colegas autores, familiares y amigos; tengo el honor de hablar en representación de quienes asumimos la labor de actuar como Jurado de Cuento, honor que debo agradecer y que sobrepasa mis merecimientos.
Voy a iniciar esta presentación de los ganadores del Premio Copé de este año en la categoría de cuento compartiendo con ustedes una perplejidad que seguramente habrá ocupado sus pensamientos innumerables veces. Quizá pueda resumirla en una pregunta: ¿qué hace que alguien se dedique a inventar historias para comunicarlas a sus semejantes?
Añadiré un colofón, no siempre se cuentan historias para aquellos que son como nosotros, pero a esto volveré pronto. Por ahora quiero que todos compartamos en nuestras mentes la imagen (que puede ser la de nosotros mismos) de aquel que ha vivido días, quizá meses, me atrevería a decir años, pensando en una historia que puede haber surgido de una vivencia personal, una lectura impactante, algo dicho por ahí como quien no quiere la cosa, o quizá de alguna idea disparatada que se inicia pensando ¿qué pasaría si…? Hay algo en su naturaleza que lo impulsa a construir versiones de la realidad como un síntoma de rebeldía ante el mundo o, modestamente de cierta incomodidad con la forma en que el libro del mundo nos cuenta sus historias. Entonces, quiere compartir la suya.
Y de pronto la historia fluye, quizá brota espasmódicamente, o explota, porque eso que la contiene ya no soporta más. Quizás la gran mayoría de los que estamos hoy en esta sala hemos sabido de esa extraña urgencia, quizás urgente para nadie más que para ese dique humano que intenta darle tiempo a esa historia para que madure en su cerebro, en su corazón. Y, probablemente con mayor seguridad, hemos compartido el fruto de esa emergencia (y uso la literalidad del término para subrayar su doble sentido de aparecer y hacerlo como una fisura repentina en el mundo que habitamos todos los días) al leer una obra que nos conmueve, que nos dice algo acerca de nuestra humanidad.
A menudo se dice, y comparto la opinión, que la labor del escritor es solitaria. Mientras redacto estas líneas acabo de contener la doble modalización. Pensé decir dolorosamente solitaria, dudé si cambiar esta poco recomendable forma adjetivo-adverbial por gozosamente. Y es que ante la literatura y su ejercicio esta dimensión del goce que supera al placer o displacer puede ser igualmente funcional. Esa soledad de la escritura se convierte, al ser vertida en un texto en un ejercicio de piedad y empatía. En este ejercicio del yo proyectado hacia los demás encontramos uno de los pocos refugios que restan para conocer y conocernos, para entrar en contacto con otras ideas, otras vidas, otras formas de tratar las ideas y la vida, superando las cancelaciones vigentes. La literatura nos humaniza, nos hace sentir parte de algo mayor, que va más allá de nosotros, de nuestras obsesiones, de nuestros gustos, de nuestra escritura, y nos abre la puerta hacia la experiencia de vivir miles de vidas en una sola. En efecto, desde la antigua Grecia, antes aún, desde la epopeya sumeria y otros textos tan antiguos como ellos, entendemos, tras los signos que nos cuentan una historia, otra forma de trascendencia que va más allá de lo físico, lo saben Aquiles, Héctor, Gilgamesh, Siddhartha Gautama. Sufrimos, reímos, nos cuestionamos, aplaudimos y celebramos lo sucesos y las vidas que encuentran acogida en el infinito de la literatura.
Tal variedad de emociones y universos representados hemos encontrado redivivas en nuestra labor de jurados del prestigioso Premio Copé de Cuento: relatos, hayan o no sido premiados, que nos hablan de mundos de ficción muy cercanos a esta realidad, otros que viajan en el vehículo de lo fantástico y el ejercicio de la imaginación más allá de lo que nuestros sentidos nos pueden entregar directamente, relatos sobre individuos, sobre colectividades, sobre sedentarios y migrantes, sobre nuestro mundo andino, selvático, costeño, relatos de muy diversa factura, algunos entretejidos por diálogos implacables, otros por descripciones precisas e inesperadas, otros construidos desde esa cuna de la narración que es la poesía; textos de estructura, textos de lenguaje. Ese es el regalo que agradecemos quienes fuimos jurado del concurso en esta XXIII edición.
Al principio, la labor de leer más de 2,000 cuentos impresiona. Pronto, el placer de ver la materia viva apareciendo ante nuestros ojos, el disfrute del ejercicio de lo literario nacido desde tantas voces se impone al agobio inicial. Sobre la obra y los autores cabe en este momento compartir con ustedes lo que el jurado valoró de primera impresión. Esta es la expresión más directa del impacto de los relatos seleccionados como ganadores sobre este grupo de antiguos lectores y escritores que generó el trabajo de ustedes colegas y hermanos.
Del Premio Copé Oro de la XXIII Bienal de Cuento el Jurado Calificador refiere lo siguiente: “Dies irae es una poderosa reflexión sobre la mortalidad que emplea una técnica perfecta oscilante entre perspectivas e imágenes que construyen un caleidoscopio de impactante limpieza en el manejo de los recursos literarios; un texto retador que exige del lector una inmersión profunda en la dimensión simbólica de la existencia humana y su contingente aspiración a lo eterno. En este oxímoron existencial encontramos saltos metafóricos de un registro de percepción a otro que construyen un texto con múltiples capas”.
Quiero leer un fragmento de este relato: “A la derecha se prolongaba un territorio inmutable, como una sutil y afilada hoja, emancipado de aquel perpetuo temblor, de aquel desfallecimiento; y los tripulantes no podían más que imaginar el término del viaje. (Un rumor sordo, un golpe silbante, un delicado eco, según quien lo escuchase, se disolvió mansamente a través de los suburbios, entre los estrechos cables, a través del grito que oprimía con fuerza a los pálidos pétalos). ¿Qué custodiaba en realidad? El aire húmedo alteraba su visión y distinguía ligeramente una huella parda con sus borrosos remos, una hilera de fosforescencias, un campo que evolucionaba en unas graves y cíclicas reverberaciones. Unas ondas que, incluso después de que él también sucumbiese, continuarían su inexorable labor, trazando unos desconocidos montículos, pensó, unas nuevas apariencias ilusorias. El graznido de un pájaro flotó en el horizonte y, por un momento, la noche se estrujó bajo sus alas”.
Del Premio Copé Plata de la XXIII Bienal de Cuento el Jurado Calificador refiere lo siguiente: “El zorro borracho sobresale por su profundidad emocional y complejidad simbólica. A través de acciones cotidianas se aborda conflictos internos profundos: la búsqueda de reconocimiento paterno y el temor a la repetición en el hijo. La dimensión simbólica y mágica se entreteje con la cotidianidad y muestra un universo ancestral que guía las decisiones y emociones de los personajes, en un entorno mítico. También destaca su lenguaje evocador. Las imágenes, reflejan estados interiores y tensiones emocionales. La voz narrativa es introspectiva, el narrador expone su fragilidad, su inseguridad como padre y como hombre, y el deseo de reconciliación con su propia historia”.
Leo: “Sin embargo, lo que más llamó mi atención fue el cráneo que el viejo había dejado en el plato: yacía dividido limpiamente, como si los bordes de la mesa estuvieran hechos de obsidiana. La anciana, en cambio, desmenuzaba la calavera del animal con un tenedor y un cuchillo, separando los huesos con maniática precisión; parecía que estaba cortando las costuras que los mantenían unidos. Incluso el cráneo, con unos pocos movimientos de los utensilios, se abrió como una flor. Entonces, la mujer mojó su dedo en el licor, volvió a pescar el hueso con forma de zorro del oído izquierdo del cuy, lo sumergió en el líquido y bebió el contenido de un solo trago. No tuvo éxito, los dos huesecillos se aferraban a las paredes del vaso. El viejo llenó nuevamente el recipiente, pero esta vez fue él quien se apresuró a beber el licor, aunque, una vez más, los zorros se resistían a soltarse”.
Del Premio Copé Bronce de la XXIII Bienal de Cuento el Jurado Calificador refiere lo siguiente: “Con una prosa contenida y precisa, La Gula nos introduce a una tragedia familiar donde la ausencia de hijos, el sueño del oro, la figura del hijo pródigo, sirven de telón al desenlace de rivalidades feroces. Los diálogos, tensos y cargados de subtexto, así como el peso metafórico de los motivos literarios, crean una atmósfera asfixiante que construye este relato implacable sobre el rencor como herencia”.
Un extracto de este cuento: “Avanzó por el pasillo hacia la habitación de su hermano. Al abrir la puerta, el aire rancio, mezcla de mejunjes y medicinas lo recibió. Sentado al borde de la cama estaba su hermano, como dormido. Tenía el rostro carcomido, le faltaba un trozo de oreja, las comisuras de la boca y de los ojos llagados sostenían pústulas que debían dolerle. Debajo del pijama las cosas no debían ser mejores.
—Alonso —dijo.
El hermano, sin abrir los ojos, asintió.
Josemaría se sentó a su lado receloso de tocarlo. Ahora le parecía más pequeño, como si la cabeza y el tronco se hubieran secado. En el vano de la puerta apareció Eloísa. Alonso hizo un sonido con la garganta en señal de disgusto, pero Eloísa continuó apoyada en el quicio. Encendió la luz.
—¿Quién soy? —dijo Alonso.
—Mi hermano. Mi hermano mayor.
—Soy un monstruo. Tenme asco. Mátame”.
El Premio Copé nació en 1979, bajo la modalidad de cuento. Ha premiado a autores reconocidos y también a autores que aparecen gracias a él. Es nuestro más prestigioso concurso literario y el de mayor permanencia en el tiempo. La versión de este año ha tenido que superar grandes obstáculos materiales que me hacen considerar dos textos de distinto origen y género como símbolos de nuestro arte y de quienes desde el esfuerzo corporativo mantienen vigente este premio. El primero lo he tomado de “Al pie del acantilado” del maestro J. R. Ribeyro: “Nosotros somos como la higuerilla, como esa planta salvaje que brota y se multiplica en los lugares más amargos y escarpados. Véanla cómo crece en el arenal, sobre el canto rodado, en las acequias sin riego, en el desmonte, alrededor de los muladares. Ella no pide favores a nadie, pide tan solo un pedazo de espacio para sobrevivir. No le dan tregua el sol ni la sal de los vientos del mar, la pisan los hombres y los tractores, pero la higuerilla sigue creciendo, propagándose…”
El segundo es un poema de José Watanabe, que, a pesar de haberle extraído algunos versos, creo que van a reconocer:
“Y coincidimos en el terral
el heladero con su carretilla averiada
y yo
que corría tras los pájaros huidos del fuego
de la zafra.
También coincidió el sol
En esa situación cómo negarse a un favor llano:
el heladero me pidió cuidar su efímero hielo (…)
No se puede amar lo que tan rápido fuga
Ama rápido, me dijo el sol
Y así aprendí, en su ardiente y perverso reino,
a cumplir con la vida:
yo soy el guardián del hielo”,
Repito la pregunta inicial ¿qué hace que alguien se dedique a inventar historias para los demás? En este mundo y este tiempo cuando lo humano que no es “productivo” se juzga innecesario, donde la sensibilidad y la emoción son un lujo, nos tenemos a nosotros, tenemos a este premio. Gracias a ustedes, público, gracias a los colegas escritores, gracias a los auspiciadores del Premio Copé, gracias por mantener viva la higuerilla, gracias por evitar que el hielo se derrita.