Compartir
Señores representantes de Petróleos del Perú
Señores representantes de los jurados calificadores de la XXII Bienal de Cuento y VIII Bienal de Ensayo Premio Copé 2022
Amigas y amigos
Distinguido público
La precariedad es una característica de nuestro tiempo y la precariedad es una condición en el mundo que nos propone Kafka. En sus ficciones, todo es inestable, todo se transforma en algo diferente de lo que es, nada llega a consolidarse, todo tiene el semblante de lo inacabado, los seres que pueblan su mundo no terminan de adoptar una forma definitiva. En efecto, Kafka nos propone habitar en un mundo inseguro en el que las relaciones interpersonales están marcadas por el desencuentro, la fugacidad y lo aparente, al punto de dejar de ser relaciones para convertirse en simples contactos.
Foucault sostenía que nos construimos como sujetos a partir de la conformación de una subjetividad y que ella “no es evidentemente más que una de las posibilidades dadas de organización de una conciencia de sí”, es decir, que eso que llamamos sujeto no posee una identidad fija o inmutable y que todo el tiempo estamos organizándonos como sujetos. Nadie, en este sentido, como Kafka, para hacer evidente esa condición siempre contingente de nuestra subjetividad, atada a lo posible, a esa precaria conciencia de sí siempre en crisis, a esas múltiples formas de organización de nuestra conciencia.
En el mundo de Kafka, muchas cosas no son lo que parecen y cuando se manifiestan como son, nos aterran, nos sorprenden o nos confunden. Hannah Arendt al hablar de la obra de Kafka sostenía que “nos producía un sentimiento de irrealidad”. Arendt tiene razón, Kafka busca destruir la objetividad realista y lo hace destruyendo cualquier tipo de vínculo seguro con el mundo, a través del miedo y la culpa instalados en la atormentada subjetividad de sus personajes. En su narrativa, la angustia corroe como un ácido el mundo circundante y lo reduce a pesadillas, malos sueños.
Hoy, Zygmunt Bauman califica a nuestra sociedad de ser líquida, es decir, de ser una sociedad en la que el desconcierto y la desconfianza, debido al impacto de lo transitorio y fugaz en la vida cotidiana, ha dañado nuestras relaciones de manera irreversible convirtiéndolas en vínculos sin duración, sin fuerza, sin compromiso, sin certezas. Es triste, sin embargo, ese descubrimiento ya lo había hecho Kafka hace más de cien años: nada es estable, todo es volátil, nada permanece, peor aún, si hablamos del amor.
Kafka ha sido, desde mis primeros años universitarios, una presencia importante. Me recuerdo leyendo La metamorfosis, hoy mejor conocida como La transformación, en medio de un estado de admiración y sorpresa a fines de los años 70 del siglo pasado. Asumir con naturalidad la existencia de un ser irreal y a la vez monstruoso, con sentimientos e inteligencia, supuso para mí la posibilidad de escribir con absoluta libertad. Es cierto, Kafka me enseñó que la literatura era el reino de lo posible y que en él yo podía ser libre, a pesar de todo, a pesar de que lo posible se manifestara en mí, siempre, como la búsqueda de algo que no llegaba a entender del todo. Me enseñó que la más absoluta irrealidad convertida en una historia podía ser el camino más sensato para llegar a tocar el corazón de los seres humanos, o, como decía él, para convertirse en “el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros”.
¿Cómo un escritor podía, según Jordi LLovet, especialista en su obra, aislarse de su propia tradición narrativa y configurar un mundo cuya autonomía parecía no responder a las demandas de un contexto social verificable ni a las costumbres de lectoría de su época? Parecía que no escribía para nadie que no fuera él mismo. ¿Pero es legítimo escribir así? ¿Acaso no es, inevitablemente, la forma en que todos escribimos?
La revolución de Kafka suponía, pues, un cambio en la literatura de Occidente, se alejaba a toda una manera de concebir la literatura. Ajena de la demagogia literaria y política, distante de los excesos de la filosofía, y, más aún, de la didáctica, su mundo se instalaba en los predios de la subjetividad para desintegrar la experiencia humana y devolvérsela al lector como es, es decir, despojada de sentido, de finalidad y hasta de esperanza. Era duro y desalentador ingresar en un mundo así, pero con Kafka me fue posible comprender que la literatura no nos hacía mejores, que era, sobre todo, un instrumento de indagación y que, en esa búsqueda, podía salvarnos de nosotros mismos, y de los otros.
La experiencia de la escritura en Kafka es una experiencia límite, asociada al sufrimiento mental y a la depresión, pero que convivía con su experiencia de lo cotidiano, con ese espacio en el que lo fútil e instrumental ejercen su dominio y que resulta ser el espacio privilegiado para sus ficciones. Escribir para Kafka era un medio para supervivir, por eso, quizá, esos tediosos informes técnicos que tenía que elaborar en la oficina aseguradora en la que trabajaba no le hacían tanto daño como podría imaginarse. Lo cierto es que Kafka nunca pudo alejarse del trabajo burocrático hasta que cayó enfermo.
Escribir, lo dice él mismo, podía aliviarlo del dolor físico, así como devolverle la esperanza. Haciendo un balance de lo que resultaba siendo beneficioso para él, consideraba que la escritura era la actividad más provechosa que podía realizar. Provechosa porque le permitía seguir viviendo, lo que en su caso significaba, en primer término, seguir manteniendo un contacto coherente con el mundo y, también con su propio cuerpo al que, lamentablemente, consideraba un enemigo, sobre todo si tenía que pensar en el sexo.
He pasado más de cuarenta años con los libros de Kafka sobre mi mesa de noche. Me he pasado la vida releyendo su obra, husmeando su correspondencia, anotando su diario, analizando sus dibujos, imaginando su vida, viendo sus fotografías y mi admiración sigue intacta. Morir a los cuarenta años, como murió él, de una tuberculosis a la laringe, me resulta insoportable y, totalmente, injusto. Medía 1.82 cms. y en sus últimos días es posible que llegara a pesar menos de 60 kilos, sobre todo cuando ya no podía tragar alimento alguno, pero nunca dejó de escribir. Nunca.
Agradezco, finalmente, a Petróleos del Perú por persistir en este proyecto que son los premios Copé de literatura en sus cuatro modalidades: cuento, poesía, novela y ensayo. Aún recuerdo con cariño lo importante que fue para mí, a mediados de los años 80, con veintidós años, obtener una mención honrosa en el Copé de cuento con un relato a todas luces kafkiano. Allí está, en un lugar importante de mi casa, mi plaquita de reconocimiento, esa plaquita que no dejo de mirar con orgullo todos los días.
Jorge Valenzuela Garcés
Lima, 26 de enero de 2023