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Señores representantes de Petróleos del Perú,
Señores representantes de los jurados calificadores de la XXI Bienal de Cuento y VII Bienal de Ensayo Premio Copé 2020,
Señores artistas, familiares, amigos,
Distinguido público:
Es conocida la carta de Albert Camus a su maestro de la primaria, Louis Germain, a quien escribió para agradecerle «su enseñanza y su ejemplo» luego de recibir el Premio Nobel de Literatura de 1957. En años más recientes, el Nobel peruano Mario Vargas Llosa empezó su discurso «Elogio de la lectura y la ficción», con motivo del Premio Nobel de Literatura 2010, recordando su aprendizaje de la lectura de la mano del hermano Justiniano, en un colegio de Cochabamba.
He recordado ambos episodios en los últimos días, tras la llamada del pasado mes de diciembre que me anunció el reconocimiento que nos reúne esta noche. He recordado el colegio de La Victoria donde estudié la primaria y la secundaria: un edificio de cuatro pisos, pintado de verde y atiborrado de niños bulliciosos, colindante con lo que entonces era una incipiente zona comercial desarrollada a lo largo de nueve cuadras de una calle. Ese colegio, que se llamaba Pestalozzi y que regentaba la familia Puente-Repetto, no existe más. Hace poco más de un año me encontraba de visita en lo que hoy es el emporio comercial de Gamarra y llegué a la esquina de los jirones Huánuco y Sebastián Barranca. Encontré el edificio que fue mi colegio pintado completamente de blanco y desocupado. Quizá por estos días haya sido puesto a la venta o convertido en una galería de tiendas de ropa o de talleres de confección, como una triste metáfora de los tiempos que vivimos, donde un proyecto educativo, necesario para nuestros niños, se debe abandonar porque no resulta rentable —o, como se dice ahora, «sostenible»— y termina reemplazado por un puñado de negocios.
En aquellos días colegiales no podía saber que aquel descubrimiento de las posibilidades del idioma me conduciría aquí, a esta noche. No sabía —era incapaz de comprenderlo aún— que en aquel recinto había recibido el regalo más valioso de mi vida y el que único me acompañaría a través de los años, de los empleos y de las ocupaciones, el que me conduciría por ciudades, países, planetas y universos insospechados, con el único límite de mi propia imaginación. Gracias al fuego de la lectura que me fue concedido en aquellos años no estuve solo y pude tolerar los encierros nocturnos, alumbrado por lámparas de querosene, protegido de la violencia de los años ochenta y noventa.
«El dedo en el disparador» se ocupa de un caso de violencia en una ciudad de los Estados Unidos: empieza con el nacimiento de un niño y concluye con la epifanía de un hombre que reconoce su papel de padre. En medio de lo que acabo de mencionar —el nacimiento y la epifanía—, un extenso perfil firmado por un periodista imaginario da cuenta de un hecho trágico que involucra al niño y a su padre. El hecho que originó la historia es real: leí sobre el incidente en diciembre del 2014, en una web en español de noticias de los Estados Unidos, y solo pude tratar de imaginar las consecuencias del suceso. La cadena de hechos parecía absurda: una familia estadounidense compra un arma para protegerse de la posibilidad de una amenaza violenta y un día cualquiera se ve envuelta en una tragedia inesperada, como si los extremos de su precaución hubiesen terminado causando la desgracia. Todo el dolor experimentado a partir de allí se origina en la lógica que dicta que la mejor forma de defenderse del peligro es contar con un arma. Un niño se ve involucrado, de manera inconsciente, en un hecho violento que algún día no va a recordar y desde ese momento, además, debe continuar bajo los cuidados de un padre dañado. A su vez, ese padre asociará al niño con el origen de su dolor, aunque una decisión suya o, al menos, su consentimiento, haya desencadenado una serie de situaciones que concluyen en un dedo accionando el disparador de una pistola.
Quiero felicitar a Petroperú por la iniciativa de premiar el talento de los escritores peruanos con el Copé, durante más de cuarenta años, y por haberle concedido el prestigio que hoy ostenta. Además, por haber ampliado el abanico de los géneros literarios que condecora y por llegar a todos los rincones del Perú, celebrando la trayectoria o descubriendo el talento de los creadores de todas las regiones del país, como ocurre este año en que premia el esfuerzo intelectual de un docente de la Universidad San Cristóbal de Huamanga, en la categoría de Ensayo, y como también, en años anteriores, ha sabido premiar cuentos, poemarios, novelas y ensayos de Piura, Trujillo, Paiján, Huaita, Huamanga, Juli, Huancané, Chimbote, Pomacochas y Nazca, entre otras, solo por nombrar las ciudades de origen de algunos de los ganadores.
Agradezco, asimismo, a mi familia, por su apoyo, y a ti, Mili, por tu fe y por tantas horas de compañía robadas para escribir.
En mis años adolescentes, me aficioné a coleccionar los artículos periodísticos que comentaban los libros y a los escritores que valía la pena buscar y leer. En lugar de almacenar los recortes, los transcribía en cuadernos que se convirtieron en algo parecido a bitácoras literarias. Los copiaba con una esforzada caligrafía Palmer, muchas veces alumbrado por la ya mencionada lámpara de querosene, sentado en la mesa del comedor, junto a mi madre que alguna noche leía, tal vez, El mundo es ancho y ajeno. En los comentarios a libros de autores peruanos, era usual encontrar la referencia al Premio Copé de Oro como uno de los más importantes logros de sus carreras. Eso significó este premio para mí desde aquellos tempranos años: el mayor galardón que un escritor peruano recibía en nuestro país. En ese entonces no sabía —no podía saber— que el viaje era largo y hermoso y cargado de experiencias. Ojalá, la próxima vez que me siente frente a la página en blanco, pueda comprobar la sabiduría que esta travesía otorga.
Muchas gracias.
Miguel Ruiz Effio
Lima, 20 de enero de 2021
Revive la ceremonia Premio Copé 2020 aquí: https://bit.ly/3d0cmoU