Luis Guillermo Lumbreras

Estamos celebrando el bicentenario del rescate de nuestra independencia, cuando el 2 de abril de 1822, como parte de la creación del nuevo Estado peruano, se decretó la creación del Museo Nacional, y sumado a la Biblioteca Nacional y una Junta Patriótica se definieron las bases en las que se debiera sustentar la existencia de esta Nación. Comenzó así su fase inicial, llamada «Protectorado», liderada por don José de San Martín y sólo unos años después se instaló el Archivo General de la Nación. Luego, la entidad encargada de velar por nuestra integridad, que pasó por varias fases y nominaciones, terminó siendo el Ministerio de Cultura. Pero, el mandato de disponer de un museo nacional tuvo muchas dificultades, hasta nuestros días, cuando asistimos a la próxima inauguración del MUNA, Museo Nacional, cuyas instalaciones se han levantado en el entorno del Santuario de Pachacamac, cerca de la ciudad de Lima, doscientos años después.

En aquel momento, se inició una nueva etapa de la historia política del Perú, bajo el dominio del sector «criollo» (hispanohablantes) de la población, con una Constitución que establecía la «república» como régimen de vida de los peruanos. En ella, se consideraba que la condición de ciudadano requería tener el «español» como lengua propia, y así expulsaba de la nacionalidad —es decir, de sus derechos y beneficios— a la inmensa mayoría multilingüe nativa. De ese modo, el Congreso que aprobó la Constitución, contó con los españoles y sus hijos hispanohablantes (criollos y mestizos) como los únicos peruanos de este nuevo país.

Así pues, el Perú nació dividido en dos naciones, una “nacional” de hispanohablantes y otra “multinacional”, de nativos —incluidos los de origen africano— de modo que la justicia, la salud, la educación y todos los beneficios de la emancipación fueron organizados para sólo una parte de su estructura, y no para el resto. En esos términos, el país se organizó con una representación discriminatoria en los ámbitos político, judicial, legislativo, religioso, educacional y demás, con leyes y expertos en dichos ámbitos, sin ningún reconocimiento de lo que las mayorías excluidas pudieran necesitar, sólo tenían que obedecer las leyes y mandatos que imponían las leyes nacionales. Ellos no lo sabían. Lo increíble es que los beneficiados —en el poder— tampoco lo notábamos.

En el siglo XIX, un grupo de ciudadanos memoriosos tomó conciencia de lo que estaba ocurriendo en el Perú, gracias a que observaron que los europeos, salidos de la esfera medieval, comenzaron a consumir las fuentes abiertas de la ciencia y los espacios ofrecidos por los descubrimientos en Asia oriental y América. Nosotros, los habitantes de las colonias, estábamos a la saga de todo eso, como proveedores de insumos y consumidores residuales de sus logros.

En realidad, todo lo que habíamos visto de valioso en el Perú salía en forma de presentes para los reyes de España y los europeos; entre los mejores se cuentan los enviados por Francisco Pizarro en 1533, como botín de la toma de Cajamarca; se registró el envío de un sol de oro y una luna de plata, un casco lleno de oro, joyas en forma de animales, collares y otros objetos que se exhibieron en Toledo, Valladolid y Flandes, como una muestra del “descubrimiento”. Entre los regalos iban textiles plumarios y oro que fundían para cubrir el endeudamiento de Carlos V y, según una referencia tomada de los escritos del conde De Carli por Rivero y Ustáriz, Francisco Pizarro, el 5 de julio de 1534, escribió que además de los barretones y vasos de oro, había cuatro carneros [llamas] y diez estatuas de mujeres del tamaño natural, “del más fino oro”, y también de plata, del mismo porte, y una pila de oro y otras cosas “rescatadas” por Pizarro. Pero el rey sólo se quedó con los vistosos tejidos incaicos para exhibirlos como un logro de su “conquista”, aunque luego se perdieron en Palacio, aunque se presume que algo de ellos quedó y luego sirvieron para formar el “Museo de América” de Madrid.

Durante los siglos XVII y XVIII, la Ilustración y la carrera comercial transoceánica, indujeron a los europeos a formar colecciones que acumulaban competitivamente en los museos de sus ciudades mayores, como parte de un agresivo proyecto capitalista de valorización de las obras de arte y otras curiosidades y exotismos. El capital mercantil y manufacturero alcanzó una cuota muy alta de saturación, lo que provocó el interés de los países europeos a intensificar sus conexiones con nuestros países de condición colonial.

Los criollos que condujeron la independencia nacional no tenían mucho entusiasmo por las obras de la antigüedad peruana, en un medio donde la expectativa de futuro tenía la ilusión de parecerse al mundo hispano. La “nación” no incluía a los indios, y su “rescate”, empinado en el arte renacentista, valoraba los objetos por el oro o la plata y no por su belleza. En el siglo XVIII, un coleccionista de antigüedades, el criollo Pedro Bravo de Lagunas, junto con Llano Zapata y unos pocos sabios como Hipólito Unanue, mostraron interés en los antiguos peruanos y los estudiaron y valoraron algunas de sus obras, pero eso se fue diluyendo luego del levantamiento de Tupa Amaru II, a fines del siglo XVIII.

La orden para levantar un Museo Nacional se le encargó a Mariano Eduardo de Rivero y Ustariz, quien consiguió unos ambientes desocupados del antiguo Tribunal de la Inquisición, donde expuso unas pocas piezas de oro y una momia con telas finas. En 1841 le concedieron dos salas en la Biblioteca Nacional, que se abrían por cuatro días en cada semana, estando prohibido el ingreso de niños y “personas peligrosas”, especialmente indígenas. El gobierno proponía la extinción del mundo prehispánico y sus descendientes, considerándolos “primitivos”.

En 1847, se suprimió el puesto de director del Museo, pero a raíz de un evento internacional en Lima, en 1870-72, se alojó a las antigüedades indígenas en el Palacio de la Exposición, que hoy es el Museo de Arte de Lima. Diez años después, como parte de la invasión de Chile, el museo fue saqueado y sólo quedaron unas pocas piezas, entre ellas la llamada “Estela Raimondi”, encontrada en Chavín y traída a Lima para el evento de 1870, quedando como un símbolo nacional luego de la reinstalación del museo. Así terminó el primer intento de disponer de un Museo Nacional, que nunca intentó exponer los valores coloniales o posteriores, porque todo lo que quedó después de la obra del Virrey Toledo —y unos pocos años antes y otros después— era importado o copiado del exterior. No era historia nacional, sino colonial.

Entre 1872 y 1890, los museos europeos optaron por adquirir grandes cantidades de objetos prehispánicos; salieron a Alemania, a Dinamarca, a París, a Londres, a Italia y Suecia y luego a Estados Unidos de Norteamérica, con destino a Nueva York, Filadelfia y Chicago, que desde entonces se volvió el principal receptor de objetos arqueológicos peruanos.

Frente a esta situación, el Gobierno nacional reaccionó a fines del siglo XIX, con un Decreto Supremo en 1893. Eugenio Larrabure se puso a la cabeza del “Instituto Histórico del Perú”, levantando la idea del Museo Nacional. Pero, el decreto de 1893 no tuvo la repercusión esperada, aun cuando en 1906 se reinstaló bajo la dirección de Max Uhle y el Estado comenzó a intervenir en el rescate de los restos arqueológicos. Aún así se mantuvo el hábito de quedar los objetos en manos de quienes los hallaban.

A partir de 1919 el médico Dr. Julio C. Tello, organizó una exploración por la costa de Áncash, el Callejón de Huaylas y Chavín de Huántar, e inició una cadena de intervenciones arqueológicas en la sierra y la costa del Perú, cubriendo espacios que los estudios previos no habían tocado. Falleció en 1947 y tuvo un papel muy importante en la gestión y vigencia del Museo Nacional, con una intensa actividad durante las primeras décadas del siglo XX, ampliando las tareas iniciadas bajo la dirección del Dr. Uhle, reactivándolo cuando junto con el Dr. Luis E. Valcárcel lograron estimular al Estado para instalar el Museo que comenzó a funcionar —con varios cambios— a partir de 1935-36 y, luego con Rafael Larco Hoyle, del lado de la iniciativa privada, montando los museos que ahora son puntos nucleares de la memoria histórica de nuestro pueblo.

En ese camino estamos en los primeros treinta años del siglo XXI, con un nuevo proyecto de Museo Nacional —el MUNA— que fue iniciado luego de muchos diferentes propósitos de albergar una colección de varias decenas de miles de objetos que se han venido acumulando durante todo el siglo XX, cubriendo la memoria de nuestros antepasados aborígenes, coloniales y contemporáneos. Por cierto, que hay varios planes de organización y propósitos desde que Tello escribió el primero, en la década de 1920 y el que se sustentó en la de 1970, y varios modelos de Museo. El que está siendo inaugurado en esta década del 2020 tiene todos los propósitos de un lugar destinado a la conservación e investigación de los testimonios históricos ya escritos y los que están aún por descubrir. La sombra de Pachacamac lo proteja.