Luis Guillermo Lumbreras
Luis Guillermo Lumbreras
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Una política caminera define el manejo territorial de los estados y determina el rumbo de sus procesos de desarrollo, apuntando a su integración o su desarticulación. Es así como el traslado a la costa del eje cordillerano de conexiones del Tawantinsuyo, propiciado por el estado a partir del siglo XVI, y ratificado de manera radical por la República, a partir del XIX, generó una distorsión en los procesos regionales de desarrollo, desactivando los mecanismos de articulación transversal y longitudinal existentes.
Me voy a ocupar de un proyecto político desarrollado por nuestros antepasados hace varios siglos. Este proyecto nació de las experiencias que nuestros pueblos tuvieron al asentarse en este inmenso territorio que existe sobre la cordillera de los Andes. Uno de los problemas era la comunicación de unos con otros, venciendo las dificultosas condiciones de nuestra geografía. Comenzó con los caminos entre vecinos y luego entre los pueblos y progresivamente se fue convirtiendo en una política de convivencia entre las gentes. Cuando el desarrollo de nuestras fuerzas productivas lo permitió, organizando estados, entonces fue necesario programar y definir una política estatal de conectividad múltiple. Cuando llegaron los europeos, en el siglo XVI, eso estaba en plena vigencia.
Los caminos señalan y regulan el rumbo de los pueblos en su vida. Socializan a los vecinos y aproximan a los que están lejos, los hace partícipes de sus éxitos y pesares, les permite pedir y dar ayuda. Representan la unidad que integra las partes, formando conjuntos articulados en territorios de todo tamaño y forma. Los caminos son la red que define el territorio de un país; delimita los circuitos del poder y señala los rumbos por donde circulan los bienes y las personas.
En el quehacer doméstico se hacen caminos al andar, luego son fijados por el trote cotidiano de los caminantes y, finalmente, habilitados para el uso colectivo de los pueblos. Cuando hay un circuito de pueblos con usos y costumbres similares, los caminos delimitan sus territorios y forman unidades de afinidad que pasan de ser simplemente étnicas para constituirse -según la estructura de poder que construyan- en jefaturas o estados de diverso grado de magnitud y complejidad, donde el poder se asienta territorialmente. El Tawantinsuyu era un territorio que alojaba a un agregado de pueblos que participaban de un exitoso proyecto político sumamente complejo, que corresponde a una de las cinco o seis formaciones de estados prístinos del mundo, en el Lejano y el Próximo Oriente asiático, el Mediterráneo entre Eurasia y África, Mesoamérica y Andino-américa.
Tawantinsuyu es un nombre referido a los cuatro rumbos o suyus que configuran el territorio de su dominio y quiere decir “el país de los cuatro rumbos” o “regiones”. Sus términos están definidos por una red caminera que se articula en torno a una ruta principal, que cruza la cordillera de los Andes de sur a norte, con un trazo casi lineal de más de 5000 kms, que une lo que es hoy el sur de Colombia, todo Ecuador, Perú y Bolivia, el norte y centro de Chile y la sección noroeste y parte del centro-oeste de Argentina, desde el Cusco hacia la tierra de los Pastos, por el norte, y la de los Huarpes y Araucanos por el sur. Es el medio, muy diverso, que se pudo manejar como un proyecto unitario y es, a su vez, el testimonio físico del ámbito territorial del Imperio de los Incas.
La preocupación académica por el Qhapaq-ñan no es nueva, lo que es nuevo es la formal intención de los Estados-parte en cubrir este bien con las exigencias de cuidado y preservación del bien monumental, considerando como tal esta vieja obra de miles de kilómetros, que ahora ya ha sido declarada Patrimonio Mundial por la UNESCO. Muchos de los tramos no eran desconocidos, pero la exploración realizada ha incorporado centenares de sitios arqueológicos no registrados y desde luego tramos desconocidos del camino, en diverso estado de conservación o uso.
Lo que hasta ahora sabemos del Qhapaq-ñan es sólo el comienzo, hay mucho por hacer, como determinar los antecedentes locales de cada camino y examinar, de ese modo, las rutas naturales de traslado de los bienes y las gentes. La historia de los caminos nos va a enseñar las rutas originarias de conexión de nuestros pueblos y las ventajas de desarrollo que hicieron posible poner al mundo andino en la cúspide de los pueblos a nivel mundial.
En realidad, hace algunos años –en 1988- el arqueólogo John Hyslop publicó un libro de alto nivel sobre el “Sistema vial de los Incas”, que estaba precedido de varios intentos de describir esta red vial, como los de León Strube en 1963, Víctor von Hagen en 1955 o Alberto Regal, en 1936. A ellos se agrega una larga lista de descripciones parciales escritas durante el siglo XX, sobre diversos segmentos del camino o sobre los caminos laterales. En realidad, los cronistas entre los siglos XVI al XIX y los viajeros del siglo XIX, en casi todos los casos, describen el camino incaico; y aunque ahora sabemos que no fue hecho sólo por los incas, ha quedado con ese nombre.
Si bien en ningún momento dejó de existir una ruta costera, no cabe duda de que la integración global de los pueblos –en sus vertientes amazónica, cordillerana y costeña– sólo se pudo lograr con la ruta del Qhapaq-ñan. Que, al unir la costa, la sierra y la selva en torno a un eje dispuesto en el centro de las vertientes, hizo posible la conexión vial que nunca más pudimos restaurar al organizar el país longitudinalmente, como se hizo a partir de la política vial española y sobre todo la criolla, instaurada después de 1830, donde se convirtió al país en un almacén de los bienes accesibles para satisfacer las demandas de los países europeos que nutrían los costos de su revolución industrial por la ruta marítima.
Esta política caminera alcanzó su más alto nivel con la implementación de la Carretera Panamericana, que consolidó la escasa conectividad de los pueblos del interior, que si bien disfrutaron de los beneficios de las relaciones exteriores en los siglos XVI al XIX, llegaron al siglo XX con un progresivo alejamiento de los medios que promovieran su cercanía a los beneficios tecnológicos y económicos que la Revolución Industrial había dispensado con su expansión, generando el atraso de sus medios de producción, con una tendencia ascendente hacia el aislamiento de cada región y el retorno a una singular forma semi-feudal de las relaciones sociales, que tenían cerradas sus puertas de circulación de bienes y personas, limitándose a servir de proveedoras de los productos que los forasteros requerían para su traslado al eje económico central ultramarino.
Si bien esta política vial favoreció al desarrollo de la costa, especialmente a los pueblos próximos a los puertos, en cambio contribuyó a la ruptura de los mecanismos de conexión interregional que conocieron los primeros españoles aquí llegados. Es así como todo el eje interandino ecuatoriano, desde Ibarra y Quito hasta Cuenca y Loja, milenariamente conectados con los yumbos de la costa y la amazonia, perdieron luego su cercanía con las sierras de los andes centrales y meridionales, cuyas obras de lana aún llegaban tímidamente en las décadas de 1940 y 1950, junto a las de paja toquilla del centro ecuatoriano.
Queda claro que la disolución del Tawantinsuyu y del Qhapaq-ñan se produjo con la formación de los virreinatos y las repúblicas, donde jugaron un rol definitorio las demandas externas que procedían de los requerimientos de España y las urgencias de la Revolución Industrial.
Algunos tramos del Qhapaq-ñan se mantuvieron en uso, especialmente las rutas de interconexión transversal, pero su servicio de rango peatonal no pudo soportar las inserciones de las nuevas tecnologías o medios del transporte, que fueron primero los caballos, las mulas y los burros con caminos de herradura, y luego las carreteras, que generaron proyectos como el de la Panamericana, definiendo la regionalidad de franjas ecosistémicas inconexas.
Esto no fue así con las redes ferroviarias, que son seguramente la oferta vial que haría posible la recuperación de rumbos equivalentes a los del Qapaq-ñan. De hecho, las rutas ferroviarias de Lima a la Oroya y de allí a Huancavelica, reproducen el camino de Jauja a Pachacamac y de los Wankas hacia el Cusco, pero el proyecto se suspendió antes de llegar a Ayacucho; asimismo, el ferrocarril del Cusco a Puno sigue la ruta del Qollasuyu, con un ramal hacia Arequipa, que sigue la línea del Kuntisuyu y el Qollasuyu, que conecta Arica con el altiplano del Titicaca.
El orden en el que quedó el proceso de desarrollo vial andino, ha permitido que el abandono de las rutas del Qapaq-ñan, las convierta en una suerte de anécdota de su valor e importancia, porque no hemos logrado rescatar los testimonios concretos de ese patrimonio, que ilustren sus valores y enriquezcan la memoria histórica de sus usos y virtudes. Eso hace que, en la actualidad, la búsqueda e identificación de los caminos de la red andina originaria se destinen, sin mucha reflexión, al turismo.