Ricardo González Vigil

En todo el siglo XX no hay un año literariamente tan esplendoroso en aportes capitales como 1922. Por eso, suele calificársele de “annus mirabilis” (año maravilloso).

TRILCE Y ULISES

     Ya hemos dedicado artículos al poemario y a la novela que, a nuestro juicio, representan los frutos más geniales de dicho año y, en general, de la época vanguardista: Trilce, de nuestro compatriota César Vallejo, y Ulises, del irlandés James Joyce.

     Agreguemos aquí que tienen en común apropiarse libremente del ámbito innovador desatado por los ismos vanguardistas, sin afiliarse a ninguno de ellos, conscientes del vano artificio de sus febriles manifiestos y técnicas llamativamente novedosas que carecían, por lo general, de una sensibilidad verdaderamente nueva. Más aún, los trascienden con una personalísima reelaboración de sus raíces culturales, “occidentales” en el caso de Joyce, y periféricamente andinas (occidentalizadas traumáticamente), en el caso de Vallejo.

     Tienen en común, también, retratar la condición humana sin censura alguna en las palabras utilizadas y las vivencias enfocadas, desde las más instintivas y fisiológicas (comer, defecar, excitarse sexualmente, sentir frío o calor) hasta las más intelectuales y espirituales. Una liberación estética y, a la vez, ética.

OTRAS NARRACIONES RELEVANTES

     Causa asombro que sea, también, el año de Sodoma y Gomorra, la cuarta (la última que logró terminar, quedando inconclusos los borradores de las tres restantes) novela de la saga En busca del tiempo perdido, del francés Marcel Proust. En primer lugar, porque se trata del monumento novelístico que mejor compite con el Ulises, como el más importante del siglo XX. Y, en segundo lugar, porque cierra con broche de oro el horizonte estético y cultural de la “belle époque” (va del último tercio del siglo XIX hasta la primera guerra mundial) en su eje parisino: el impresionismo, el decadentismo, el parnasianismo y, sobre todo, el simbolismo con sus “iluminaciones” (Rimbaud), las que en Proust consiguen develar un mensaje trascendente: la inmortalidad del alma. Horizonte que, precisamente, prepara y, a la vez, resulta superado por el del vanguardismo, el que encarna Ulises. Hasta parece “simbólico” que Proust muera, precisamente, en ese fabuloso 1922.

     En la herencia del simbolismo cabe ubicar, además, al alemán Hermann Hesse, quien entregó una obra capital en la asimilación “occidental” de la mística de la India, en particular del budismo: Siddharta, de enorme repercusión después de la segunda guerra mundial. Añádase, dentro de la renovación del catolicismo, El beso del leproso, del francés François Mauriac.

     Y si pasamos a la aventura vanguardista, descuella la maduración de la influyente británica Virginia Woolf, con El cuarto de Jacobo, utilizando magistralmente el “monólogo interior” (bebido en los capítulos del Ulises que aparecieron en revistas). Por su parte, el ingenioso vanguardista español Ramón Gómez de la Serna se hizo presente con El secreto del acueducto.

     En el terreno del cuento, el clima eufórico de la posguerra (los “locos años 20”) fue retratado como nadie por el norteamericano Francis Scott Fitzgerald, en Cuentos de la era del jazz; obra a la que acompañó su novela Bellos y malditos. Otra muestra notable de la nueva narrativa norteamericana fue la novela Babbit (personaje icónico de la sociedad de consumo), de Sinclair Lewis.

     Mención especial reclama un cuento emblemático del iniciador de la nueva narrativa japonesa: En el bosque, de Ryunosuka Akutagawa. Una obra maestra de la diversidad de puntos de vista sobre un crimen (lección aprendida del británico Robert Browning) que Occidente conoce más por la magnífica versión cinematográfica de Rashomon, de Akira Kurosawa.

OTROS POEMARIOS RELEVANTES

     Es el año del poemario más emblemático del vanguardismo en lengua inglesa: La tierra baldía, del norteamericano T.S. Eliot. Se impone subrayar la labor co-creadora del también norteamericano Ezra Pound, quien eliminó casi la mitad de los versos del texto escrito por Eliot, potenciando la sugerencia (meta del Imagismo, tendencia vanguardista liderada por Pound) y el fragmentarismo cubista de las imágenes. De otro lado, la publicación del citado Ulises le debió mucho al entusiasmo con que Pound convenció a Silvia Beach para que lo editara su librería parisina Shakespeare & Co. Nótese que Pound, Eliot y Joyce comparten, además de los rasgos señalados (símbolo múltiple y multiplicidad de perspectivas), la densidad de referencias culturales en varios idiomas y contextos históricos.

     Añádase la publicación de uno de los libros más intensos (sin los excesos declarativos de sus composiciones bolcheviques) del futurista ruso Vladimir Maiakovski: Yo amo. Y en una orientación posvanguardista, distante de la predica futurista, brilló el ruso Boris Pasternak, con Mi hermana la vida.

     En lo concerniente al vanguardismo latinoamericano, sobresalen el humor irreverente de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, del ultraísta argentino Oliverio Girondo; y la óptica cuestionadora de Paulicéia desvairada, del modernista brasileño Mario de Andrade, que coincide con el lanzamiento del Modernismo (en portugués designa al Vanguardismo) en la Semana de Arte Moderno de São Paulo. No olvidemos la iconoclasta voz del chileno Pablo de Rokha, en Los gemidos. Un caso aparte, ajeno al vanguardismo: la posmodernista uruguaya Juana de Ibarbourou celebra radiante su comunión con la naturaleza: Raíz salvaje.

     Eso no es todo. El fructífero legado del simbolismo de las últimas décadas del siglo XIX, sobre todo el culto a la abstracción (motor del surgimiento de la pintura abstracta) y la búsqueda de la “poesía pura” a cargo de Stephane Mallarmé, nos entregó una obra cimera del francés Paul Valéry (discípulo de Mallarmé): Charmes (es decir, Cantos y, a la vez, Encantos o hechizos). Quizás más admirable resulte la plenitud alcanzada por el checo Rainer Maria Rilke en Elegías de Duino y Sonetos a Orfeo. Se nos objetará que fueron editados en 1923; pero aquí nos interesa adjuntar que fue en 1922 que vivió el trance creador que había estado esperando toda su existencia y compuso en pocos meses los sonetos y logró dar forma definitiva a las elegías que venía esbozando durante varios años. Se trata de la “iluminación” relacionada con el don poético como “videncia”; es decir, el otro gran legado de la corriente simbolista.