Ricardo González Vigil

Hace cincuenta años apareció la primera edición de los cuentos reunidos de Julio Ramón Ribeyro: La palabra del mudo (Cuentos 1952-1992), dos tomos pulcramente publicados por el editor salvadoreño (radicado desde joven en el Perú) Carlos Milla Batres (cumplió una importante labor dando a conocer a Miguel Gutiérrez, Enrique Verástegui, Gregorio Martínez, Laura Riesco, etc. y difundiendo aportes de Jorge Basadre, Pablo Macera, Luis G. Lumbreras, etc., además de su diccionario enciclopédico del Perú), decidido a que se reconociera a Ribeyro no solo como el cuentista peruano más dotado (una valoración que ya existía, a nivel nacional), sino como uno de los mejores de Hispanoamérica. En los años siguientes, Milla Batres editaría o reeditaría casi todos los escritos del “clásico vivo” en que se iba convirtiendo Ribeyro, lectura obligatoria en los colegios, ya ovacionado por multitudes en sus presentaciones (el Mes de las Letras, del Banco Continental, en 1984; Municipalidad de Miraflores, 1992).

NOVELISTA FRUSTRADO

El esmero de Milla Batres contrastó con la irresponsabilidad de Manuel Scorza y sus Populibros Peruanos: en 1964, lanzó los cuentos de Las botellas y los hombres, con el título invertido (prestándose a lectura capciosa de las “botellas” como la contraparte femenina).

Lo peor es que echó a perder el objetivo de consagrar a Ribeyro como novelista. En 1965, con bombos y platillos, se otorgó el premio de novela del diario Expreso a Los geniecillos dominicales, comercializada masivamente por Populibros Peruanos. Ribeyro manifestó su indignación inmediatamente, en una carta a Scorza que difundió en un diario de enorme resonancia cultural, El Comercio:

“La suma de errores, negligencias y arbitrariedades que contiene la edición de mi novela Los geniecillos dominicales, publicada hace poco por la editorial que usted dirige, supera con largueza lo que un autor puede permitir y un lector tolerar (…)

“Lo más grave no son solo las innumerables erratas, las frases mutiladas, la repetición de páginas, el insensato montaje de los capítulos, sino la injustificable omisión del final del capítulo 22 y el comienzo del capítulo 23, lo que vuelve incomprensible el encadenamiento de los hechos narrados” (en: Jorge Coaguila, Ribeyro, una vida; Lima Revuelta, 2022, p. 276).

Para sopesar la magnitud de la frustración de Ribeyro hay que tener en consideración que, en 1965, se encontraba en plena eclosión exitosa el “boom” de la novela hispanoamericana, de la cual era portaestandarte el jovencísimo Mario Vargas Llosa, con su primera novela La ciudad y los perros (1963), la cual, precisamente, había sido reproducida por Populibros Peruanos, mediante un tiraje masivo de amplia circulación.

Si el diario personal que escribió Ribeyro a lo largo de su existencia se titula La tentación del fracaso, es porque “hay una especie de decepción o de obsesión por la imposibilidad de escribir obras de mayor envergadura, de mayor amplitud” (Coaguila, p. 448). Afirmación que apunta a su falta de dedicación y de disciplina (defectos de los escritores peruanos a los que ridiculiza como “geniecillos dominicales”, ya que no asumen con la seriedad debida, todos los días, el oficio de escribir) para, siguiendo el modelo de Flaubert (admira no solo sus novelas, sino también su correspondencia, en la que expone su entrega total y sistemática a la “orgía perpetua” de la escritura).

Sus logros como cuentista, no lo compensan de sus deficiencias como novelista, las cuales se le tornaron patentes como nunca cuando leyó fascinado La ciudad y los perros, de Vargas Llosa, discípulo cabal de la consagración absoluta a la escritura que exigía Flaubert, conforme la ritualiza brillantemente en su ensayo La orgía perpetua: Flaubert y “Madame Bovary” (1975). Hidalgamente, Ribeyro celebra su maestría: “está prodigiosamente bien construida, escrita, elaborada en sus menores detalles. De un coup de pouce (‘impulso’) maestro ha elevado la novela peruana y latinoamericana a un nivel literario universal” (Coaguila, p. 238).

ERRATAS Y ESCOLLOS

Sea como fuere, frente a su frustración como novelista (al respecto, repárese en que, en los artículos literarios que selecciona para la primera edición de La caza sutil, 1976, únicamente comenta novelistas, y no cuentistas); se fue generalizando el reconocimiento, en los años 60, como el mejor cuentista peruano y, a partir de la mencionada edición de 1973 de La palabra del mudo, como uno de los grandes del cuento en español. Propulsó dicho reconocimiento, una y otra vez. Alfredo Bryce Echenique y el propio Vargas Llosa lo respaldó, en una entrevista de 1976: “Considero a Ribeyro un magnifico cuentista, uno de los mejores de América Latina y probablemente de la lengua española, injustamente no reconocido como tal” (Coaguila, p. 245).

Ribeyro alcanzó, poco antes de morir, a saborear pruebas definitivas de su consagración como uno de los mayores cuentistas del idioma. En 1994, Alfaguara editó sus Cuentos completos, una de las primeras entregas de una magna colección que albergaba a Onetti y Cortazár; y se le concedió el importante premio Juan Rulfo, de la Feria del Libro de Guadalajara.

Pero no faltaron curiosos inconvenientes (la consabida “mala suerte” del Flaco) en ese proceso triunfador que va de 1973 a 1974. Así, para promocionar a todo dar su edición, Milla Batres colocó un enorme anuncio comercial, al modo de los que publicitaban estrenos cinematográficos, en el techo de un edificio de la Av. Inca Garcilaso (más conocida como Wilson), en la comercial cuadra que va del cruce con la Av. Bolivia a la Av. Uruguay. Y ahí se coló la infaltable errata: La palabra del mundo. Asimismo, el flamante sello Mosca Azul Editores publicó ese 1973, con su errata en la carátula, La juventud en la otra rivera.

De otro lado, fui testigo de cómo le costó ganar en 1985 el Premio Nacional de Cultura, en el área de Literatura, correspondiente al bienio 1983-1984. Un galardón que únicamente en su primera versión, fue obtenido sin contratiempos por Martín Adán (la polémica se desató esa vez en el área de artes plásticas, al elegir al retratista López Antay, y no a los pintores propuestos); sin embargo, en las dos convocatorias siguientes, generó desagradables tejemanejes alrededor de Emilio Adolfo Westphalen, Mario Florián, Luis Alberto Sánchez y Xavier Abril. Por eso, cuando me convocó Augusto Tamayo Vargas, entonces Director del Instituto Nacional de Cultura, para formar parte del Jurado, indagué previamente quiénes eran los candidatos inscritos. Como figuraba Ribeyro, Tamayo Vargas y yo creímos que iba a ser el ganador indiscutible. Sin embargo, solo consiguió imponerse por mayoría, gracias al voto dirimente de Estuardo Núñez (presidente del Jurado); este, sin embargo, dilató su decisión, hasta que, después de la reunión del Jurado, optó por romper el empate con Carlos Eduardo Zavaleta (sin duda, merecedor de dicho premio, aunque con méritos inferiores a los de Ribeyro), respaldando la elección que efectuamos Carlos Germán Belli y yo.

CONSAGRACION ACTUAL

Después de su muerte, el triunfo de Ribeyro resulta incuestionable: se ha consolidado soberanamente como un clásico de la literatura contemporánea en español. Como cuentista y, cada vez más aclamado por ello, como pionero en formas discursivas actualmente muy estimadas, y de escaso cultivo y ralo reconocimiento crítico durante el boom (valoradas recién por el posboom): el diario de un escritor (su monumental La tentación del fracaso), la minificción (Dichos de Luder) y la escritura híbrida de textos breves ensayístico-narrativo-autobiográficos (Prosas apátridas).

Fulgura más vigente que nunca.