Ricardo González Vigil

Ya en vida Pablo Neruda (1904-1973) logró ser reconocido internacionalmente como uno de los más grandes poetas del siglo XX en cualquier idioma, el de fama más amplia y popular (ahí resulta decisiva su obra juvenil Veinte poemas de amor y una canción desesperada, 1924) entre los de lengua española.

Cincuenta años después de muerto, se ha consolidado ese consenso señalado y su popularidad incomparable, tanto por la alta calidad intrínseca de su obra (de la cual han seguido publicándose numerosísimos inéditos), como por factores extraliterarios: la incidencia del prestigioso Premio Nobel (se lo concedieron en 1971) ha favorecido su inclusión en antologías mundiales, colecciones especiales y cursos universitarios, así como para las traducciones. Sobre todo, las extrañas circunstancias en que falleció, el 23 de septiembre, pocos días después del golpe de estado del 11 de septiembre, el cual derrocó al gobierno democrático del socialista Salvador Allende; han quedado unidos Allende y Neruda en la memoria colectiva como víctimas de la dictadura implantada por Pinochet.

Agréguese el éxito de películas (fuera de lo común; un poeta comercialmente atractivo para los medios masivos) y libros sobre diversos aspectos de su trayectoria. Asimismo, el elogio exagerado de grandes amigos suyos, como Gabriel García Márquez, quienes lo apodaban el Rey Midas de la poesía (todo lo que tocaban sus palabras se volvía poesía) y lo coronaban como el poeta más totalizante del idioma español, sin tener en cuenta que ese cetro, indiscutiblemente, le pertenece a Lope de Vega, con sus centenares de poemas dramáticos (y el aporte mayor de forjar la comedia nacional española), media docena de poemas épicos y centenares de poemas líricos (reunidos en poemarios o insertos dentro de la media docena de novelas que escribió), incluyendo el heterónimo burlesco Tomé de Burguillos.

EL POETA NOCHERO

Resulta admirable el proceso creador que vivió Neruda desde Crepusculario (1923) hasta la plasmación de uno de los poemarios más geniales del siglo XX, Residencia en la tierra (1935), no tanto porque asume con rasgos personales la secuencia modernista-posmodernista-vanguardista-posvanguardista; sino por la búsqueda de una “voz propia” y una “iluminación” que lo unja como poeta-profeta (recordemos que, originalmente, profeta significa el que profiere un mensaje que se le ha encomendado trasmitir).

Así, el último poema de Crepusculario aclara que los sentimientos de sus versos les pertenecen, pero todavía no las palabras, ya que éstas proceden de sus lecturas románticas y modernistas.

Poco después, experimentó una “iluminación”: la comunión cósmica con la Vía Láctea. Le costó volcar esa iluminación con un lenguaje nuevo: la decepción que le produjo El hondero entusiasta (frustrado, recién publicará este poemario en 1933), lo llevó a autodominarse ciñéndose a sus vivencias cotidianas (y no pretenciosamente cósmicas) y así brotó el excelente posmodernismo de sus Veinte poemas de amor. Nótese que en los “versos más tristes”, en el célebre Poema 20, asoma como trasfondo la visión de la Vía Láctea: “la noche está estrellada, y titilan, azules, los astros a lo lejos”.

El proceso continuo en Tentativa del hombre infinito, 1926 (título sintomático: el hombre unido al cosmos infinito), apropiación del vanguardismo de su compatriota Vicente Huidobro. Ahí se siente profeta de la noche como “huevo del día”, de la renovación diaria de la Naturaleza más allá de todos los infortunios y pérdidas.

Hasta que, por fin, simultáneamente, fueron llegando poemas (como “Galope nuestro”) con un lenguaje verdaderamente nuevo, de tono posvanguardista, que conformarían la primera parte de Residencia en la tierra. La matriz iluminadora cristalizó espléndidamente en el “Arte poética” (en buscado contraste con el intelectualismo del “Arte poética” de Huidobro): el poeta, “dotado de corazón singular y sueños funestos”, experimenta que las “noches de substancia infinita” le piden “lo profético que hay en mí”, y lo hacen con “un movimiento sin tregua” y “un nombre confuso”. Ese “nombre confuso” lo recibe con “un oído que nace”, es decir, el oído espiritual (cotejable con la “ceguera” de la videncia espiritual”). Y, en la segunda parte de Residencia en la tierra, en “Entrada a la madera”, acoge el mensaje agónico de las maderas que rodean el hábitat humano y que han sido arrancadas del “vivo ser” de los bosques; decidido, hace suyo su reclamo contra la terrible acción depredadora, antiecológica, del ser humano.

Fusionando con la naturaleza, celebrando su residencia en la tierra, el poeta lamenta el deterioro y el dolor (de las cosas y de las multitudes) generalizados. Detecta, entonces, el potencial de vida que necesitamos liberar, dejando abierta la esperanza en un futuro mejor: la noche quedará atrás, convertida en el nacimiento de un nuevo día.

Lástima que la perfección compacta de Residencia en la tierra (escrita sin apuros, sintiéndose “huérfano del idioma”, padeciendo una “temporada en el infierno”) se pierde en la producción posterior, a partir de Tercera residencia (1943) y, más preocupante aún, del ambicioso Canto general (1950). Su adhesión al marxismo tornó declarativas y proselitistas (sin el “nombre confuso” y el “oído que nace” de otrora) sus “iluminaciones”. Ocurre incluso en ese arrebato genial que es “Alturas de Machu Picchu” (Canto II del Canto general): sostiene que hundió la mano en la ciudadela incaica y “tocó lo más genital de lo terrestre”. Luego de pasajes poéticamente excelentes, decae en el final invocando grandilocuentemente a toda América a combatir la alienación social instalada desde tiempos precolombinos.

NERUDA ANTIPOETA

Al atacar la pretensión profética de Neruda (también la de Huidobro que se reputaba un “pequeño dios”), el difundido antipoeta chileno Nicanor Parra ha estorbado que se haga justicia a la complejidad del Neruda posterior al Canto general: la limpidez de los versos breves sobre el amor a escondidas (Los versos del Capitán, 1952); la gracia y fantasía con que le quita la solemnidad a las odas, enfocando con versos breves y fluidos las cosas comunes y sencillas, en el ciclo de sus Obras elementales (1954-1957); en particular, la autoironía y el humor maledicente con que recrea su autobiografía, en Estravagario (1958).

Si Huidobro se proclamó “poeta”, “antipoeta” y “mago” en Altazor (1931); esos tres componentes, con mayor razón, nutren la caudalosa y multifacética obra de Neruda.