Ricardo González Vigil

Hace cien años se editó el poemario Fervor de Buenos Aires, el primer libro publicado por Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1849-Ginebra, 1986) no sólo en el circunstancial sentido literal, ya que fue el primero que entregó a la imprenta; sino en el más significativo y trascendental de que Borges (su “prehistoria literaria” se remontaba a su precoz infancia, y ya era famoso por su participación en el ultraísmo de España, en 1919 y, en mayor medida por ser el gestor principal del ultraísmo en Argentina, a partir de 1921) comenzó a ser él mismo, el genial hacedor de un universo literario que sigue deslumbrándonos, uno de los más universales (de reconocimiento creciente en todo el planeta) del idioma español en el siglo XX.

Por eso, al reunir sus Obras completas, en 1974, Borges las inició con Fervor de Buenos Aires, dejando fuera sus anteriores poemas y cuentos dispersos en revistas, (luego exhumados y reeditados, implacablemente, por sus estudiosos). Nos brindaba el Fervor de Buenos Aires según la versión corregida de 1969 (“he mitigado sus excesos barrocos, he limado asperezas, he limado asperezas, he tachado sensiblerías y vaguedades”) que trae un prólogo donde admite que, en dicho poemario, ya afloró su mundo creador:

“He sentido que aquel muchacho que en 1923 lo escribió ya era esencialmente -¿qué significa esencialmente?- el señor que ahora se resigna o corrige. Somos el mismo; los dos descreemos del fracaso y del éxito, de las escuelas literarias y de sus dogmas; los dos somos devotos de Schopenhauer, de Stevenson y de Whitman. Para mí, Fervor de Buenos Aires prefigura todo lo que haría después. Por lo que dejaba entrever, por lo que prometía de algún modo, lo aprobaron generosamente Enrique Diez-Canedo y Alfonso Reyes” (Obras completas, 1974, p. 13).

FORJADOR MULTIPLE

Entre los forjadores de la literatura hispanoamericana contemporánea, Borges sobresale como el más totalizante, el único con aportes fundamentales para el proceso poético y, sobre todo, para la maduración de la prosa narrativa -su legado mayor- y ensayística.

En lo concerniente a la poesía, el joven Borges se hizo famoso como impulsor (fundando revistas, escribiendo poemas, artículos y manifiestos) del grupo hispanoamericano más influyente en el vanguardismo: el ultraísmo argentino. Y, aunque mantuvo nexos con las actividades ultraístas (resulta sintomático que el vanguardista peruano Alberto Hidalgo recurriera a su prestigio vanguardista para elegirlo como -aparente- coautor, al lado del vanguardista hispanoamericano más consagrado, el chileno Vicente Huidobro, de la analogía que publicó en 1926); muy pronto se apartó de los excesos vanguardistas, de la “aventura” (así la califica el ultraísta español Guillermo de Torre, esposo de su hermana, la pintora Norah) e inauguró, justamente con Fervor de Buenos Aires, la “vuelta al orden” que caracterizaría al posvanguardismo, el cual se iría imponiendo desde fines de los años 20 hasta enseñorearse en la poesía de los años 30 y 40 (en estrecho vínculo con la generación del 27 de España).

Y es que descreyó del mito de la “modernidad” (extremado por los grupos vanguardistas). Comprendió que todo lo más significativo y trascendente ya ha sido dicho hace milenios por los grandes clásicos de Oriente y Occidente, óptica que sintetizará en “La esfera de Pascal” (Otras inquisiciones, 1952): “Quizá la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas. (…) la historia de la diversa entonación de algunas metáforas”. Para él, todo ya ha sido dicho, pero no ha sido dicho suficientemente.

Por eso, los poemas de Fervor de Buenos Aires ya no exploran los recursos visuales (tipografía, diagramación, imágenes caligramáticas) de los textos ultraístas; ni identifican el lenguaje poético con el fogonazo de las metáforas en recreación cubista y futurista, activado por la asociación libre de imágenes favorecida porque las palabras fluyen sin signos de puntuación. Y si conservan el gusto por las metáforas novedosas, la adjetivación original y las enumeraciones “caóticas” (legado de Whitman, más que ultraísta), se hallan enmarcadas en un espacio (un entrañable Buenos Aires) y en la experiencia vital de quien se siente ligado a una antigua capital que corre el riesgo de verse desfigurada por la “modernidad” (una actitud opuesta a la orientación vanguardista hacia el futuro). Y todo enriquecido por abordar los grandes temas que siempre interesarán a Borges: el tiempo, la perplejidad de existir, la incapacidad del ser humano para obtener certezas absolutas, la belleza como una revelación que no termina de develarse, etc.

ALEPH NARRATIVO

Pero es en la prosa donde la genialidad de Borges voló más alto. Cuando lo entrevisté en 1975, me dijo que no era un gran poeta, porque no logró introducir la “música del inglés” en la poesía en español, mientras que su admirado Rubén Darío sí consiguió enriquecer el español con la “música del francés”. Le repliqué entonces que se apropió de la “música del inglés” en su prosa, tanto en sus cuentos, como en sus ensayos y prólogos.

Una hazaña artística que, de un lado, lo erige como el más grande cuentista de lengua española y uno de los mayores de la literatura universal, principal responsable de la maduración en castellano de la literatura fantástica, el relato policial, el cuento-ensayo y la reelaboración contemporánea de la narración metaliteraria (el texto que habla de sí mismo y de su diálogo con otros libros) que había inaugurado espléndidamente el Quijote.

Conviene ahí agregar su enorme influencia en el desarrollo del microrrelato en español: además de los que contienen diversos libros suyos (en particular, El hacedor, 1960), la imprescindible antología Cuentos breves y extraordinarios (1955), que plasmó con su gran amigo Adolfo Bioy Casares, en la que elogian al microtexto como la quintaesencia del arte de narrar.

De otro lado, su repercusión en la novela resulta tan considerable que Carlos Fuentes, en La nueva novela hispanoamericana (1969), el ensayo canónico del “boom” de la novela hispanoamericana, lo juzgó el hito mayor en la forja de nuestra nueva narrativa, crucial tanto para el cuento como para la novela. Por su parte, Miguel Gutiérrez, en su ensayo Borges: novelista virtual (1999), subraya que, aunque solo fue co-autor, con Bioy Casares (bajo el seudónimo compartido de Suárez Lynch) de una novela (Un modelo para la muerte, 1946), expuso los proyectos novelísticos de algunos personajes suyos (en “El jardín de senderos que se bifurcan”, “Examen de la obra de Herbert Quain” y “Pierre Menard, autor del Quijote”, verbigracia) y comentó profusamente numerosas novelas en revistas y conferencias. Súmese que tradujo autores claves del siglo XX (Kafka y Faulkner, decisivos para Rulfo, Arreola, Onetti, García Márquez, Vargas Llosa, etc.), tejió consultadísimas antologías de la literatura fantástica y el relato policial, dirigió y/o asesoró colecciones de ciencia-ficción y narrativa policial, en fin.

Se diría un Aleph que contiene todas las tendencias de la nueva narrativa, incluyendo el texto pretendidamente realista (el emblemático cuento “El hombre de la esquina rosada”, con el que cierra Historia universal de la infancia, 1935, y El informe de Brodie, 1967), la biografía novelada (Historia universal de la infamia) y el pastiche paródico (endosado a Bustos Domecq, otro seudónimo del dúo que conformó eventualmente con Bioy Casares).