Ricardo González Vigil

El reconocimiento de la importancia de la creación en lengua quechua dentro del conjunto multilingüe de la literatura peruana, iniciado con brío por Luis Alberto Sánchez en la primera edición de su Literatura peruana (1928), todavía no ha sido sellado cabalmente una centuria después. Conviene recordar que, cuando Ventura García Calderón se propuso, en 1938, brindar una colección de antologías de las letras peruanas, conformando lo que denominó Biblioteca de la Cultura Peruana, ante la recomendación de Sánchez de comenzar con una selección de la literatura quechua, le preguntó orondo si existía dicha vertiente literaria. Sánchez le recomendó que encargara seleccionarla a Jorge Basadre: nació así la antología Literatura inca, título inadecuado ya que contiene textos coloniales y republicanos.

Más aún: José Carlos Mariátegui, indiscutible promotor del indigenismo y decidido defensor de la causa indígena, en sus 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928), no pudo librarse de la óptica “occidental”, aferrada a la etimología (‘literatura’ es un derivado de ‘litera’, letra, escritura); y sostuvo que no hubo literatura quechua porque los incas no conocieron la escritura. De un lado, se impone admitir el valor literario de la tradición oral (incluyendo los reverenciados poemas homéricos); ello al margen de argumentar que los incas poseían medios de escritura no alfabéticos (ahí lo que el Inca Garcilaso llamó “quipus historiales”). De otro lado, resulta increíble que se ignore los textos inobjetablemente (es decir, alfabéticamente) escritos en quechua después de la Conquista, entre ellos el célebre Ollantay.

Aquí seamos enfáticos: el conjunto de los principales textos en quechua de los siglos XVI-XVIII (manuscrito de Huarochirí, lamentos líricos y dramáticos por la muerte de Atahualpa, urdimbre quechua del multilingüe tramado de la crónica de Guaman Poma, el teatro del Lunarejo y el citado Ollantay, acompañados por la apología el quechua enarbolada por el Inca Garcilaso en sus Cometarios reales, llenos de resonancias de la oralidad andina y los quipus historiales) supera en vuelo literario, originalidad creadora y transcendencia cultural a lo mejor que se escribió en español en esas centurias (Amarilis, Clarinda, Hojeda, Diego Mexía, Ruiz de Montoya, Caviedes, Pedro Peralta, etc.)

Principales antologías

Felizmente, el ejemplo de Sánchez ha sido secundado por la mayoría de las historias de nuestras letras, prestando atención creciente a las obras en quechua, aunque casi siempre difundidas en traducciones al español y no en el texto original. En lo concerniente a las antologías generales, sobresalen la Antología general de la poesía peruana (1957), de Sebastián Salazar Bondy y Alejandro Romualdo, y Poesía peruana: antología general (1984), cuyo Tomo I, confeccionado por Alejandro Romualdo, abarcó la Poesía aborigen y tradición popular; y, en lo tocante al siglo XX, permítasenos señalar que, en mi selección Poesía peruana siglo XX (1999), incluí a los poetas quechuas Kilku Waraka (Andrés Alencastre), Kusi Paukar (César Guardia Mayorga), José María Arguedas, Dida Aguirre García, Baltazar Azpur Palomino y Odi Gonzales.

Paralelamente, han ido multiplicándose las antologías quechuas no restringidas a la canción (donde hay formidables muestras, como el Canto Kechua, 1938, de Arguedas, y los aportes de los hermanos Montoya y de Ugo Carrillo Cavero); sino interesadas por los poemas en sentido estricto (es decir, textos sin acompañamiento musical, destinados a la lectura silenciosa o en voz alta). Proceso que madura con Poesía quechua escrita en el Perú (1993) de Julio Noriega. A ese hito imprescindible acaba de sumarse una contribución más amplia y esclarecedora, la más completa hasta ahora: Harawinchis / poesía quechua contemporánea, 1904-2021 (Lima: Pakarina Ediciones y Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 2022; 664 pp.), estudio, selección y notas de Gonzalo Espino Relucé.

Atlas poético

Además de poeta relevante, Espino Relucé ha publicado numerosos estudios (destaquemos Literatura oral, literatura de tradición oral, 2015, y Narrativa quechua contemporánea. Corpus y proceso: 1974-2017, 2019) que lo consagran entre los mayores especialistas en literaturas amerindias, literaturas populares de América Latina y educación intercultural. En este caso, en Harawinchis ha plasmado un informado panorama desde los primeros textos publicados en 1904 hasta el presente. Vertebra señeramente las pesquisas realizadas por él y por un equipo bajo su coordinación: el grupo de investigación EILA (Estudios Interculturales de Literatura Amerinda).

Nos brinda una cartografía del proceso poético en quechua, primeras muestras (1904-1947), fundadores de la tradición (1947-1962: los nombres emblemáticos de Kilku Waraka, Kusi Paukar y Arguedas), euforia quechua (1963-1980), etc. Consigna una creciente tendencia a editar solo en quechua, sin traducciones en español: clara afirmación de identidad lingüística y cultural frente a la marginación padecida por las lenguas originarias. A la vez, registra autores de proyección “extraterritorial”, que interconectan el quechua, el español y el inglés: Odi Gonzales y Fredy Roncalla.

La cosecha es abundante: 101 autores, aparte de dos muestras anónimas. No contabilizamos a Isidro Kondori, porque se trata de un heterónimo del gran poeta César Calvo, conforme lo revela él mismo en Edipo entre los inkas. Brillan específicamente Mario Florián, Moisés Cavero Lazo, Kilku Waraka, Kusi Paukar, José María Arguedas (eso sí, lamentamos la ausencia de “A nuestro padre creador Túpac Amaru”, el poema quechua contemporáneo más admirable), Lily Flores Palomino, William Hurtado de Mendoza, Eduardo Ninamango Mallqui, Dida Aguirre García, Baltazar Azpur Palomino, Sócrates Zuzunaga, Víctor Tenorio García, José Antonio Sulca Effio, Odi Gonzales, Fredy Roncalla, Ch’aska Eugenia Anka Ninawaman, Washington Córdova Huamán, Ugo Facundo Carrillo Cavero, Carlos Huaman López, Olivia Reginaldo e Irma Alvarez Ccoscco.

Un conjunto temáticamente muy orgánico: retrato devastador del presente inicuo (hambre, destrozo de los recursos naturales por la codicia capitalista, marginación cultural, desinterés del Estado a espaldas del Perú profundo); recuerdo de la grandeza prehispánica y de la naturaleza no depredada; imposición de “Occidente” visto como una invasión extranjera; y esperanza utópica en un futuro donde las raíces andinas vuelvan a fructificar e instalen un “buen gobierno” (expresión que tomamos de Guaman Poma).

Resulta patente cómo esa cosmovisión andina también alimenta a autores que no escriben en quechua. El primero de todos César Vallejo, nuestro poeta máximo, con sus “nostalgias imperiales” y su celebración del “Perú del mundo” (poema “Telúrica y magnética”). Certeramente lo percibió Arguedas al sentenciar que Vallejo era “el principio y el fin”.