Ricardo González Vigil

Hace cien años se publicó en París la novela más emblemática del siglo XX: Ulises, de James Joyce (Dublin, 1882 – Zurich, 1941).

Apoteosis de la nueva narrativa

     Dicha valoración reconoce que en mayor medida que las obras maestras de Marcel Proust, Thomas Mann, Franz Kafka, Virginia Woolf y William Faulkner, encarna la plenitud del nuevo lenguaje narrativo, en germen desde la segunda mitad del siglo XX y desplegado totalmente en la primera mitad de la centuria pasada.

     Un lenguaje con diversas técnicas y modalidades discursivas, adecuadas al tema abordado y al punto de vista adoptado. Cada uno de los 18 capítulos de Ulises explora una textura diferente; por ejemplo, el capítulo 11 (correspondiente a las sirenas de la Odisea) se organiza como una fuga musical.

Especial relieve se ha otorgado a cómo lleva a la madurez artística la técnica por excelencia de la nueva narrativa: el “monólogo interior” (o “flujo de conciencia”), inventada por Edouard Dujardin (Han cortado los laureles, 1888), pero sin la riqueza, flexibilidad y trascendencia expresivas que alcanza al desnudar la mente de los personajes de Ulises.

     No se ha destacado, en cambio, la poderosa inventiva de Joyce al plasmar recursos inéditos: la prosa “peristáltica” (imita con contorsiones morfológicas y sintácticas los movimientos del aparato digestivo, ya que Leopold Bloom acaba de comer) del capítulo 8; el caleidoscopio de 19 escenas simultáneas (microcosmos de los 18 capítulos del libro, más uno enigmático que parece compendiar el conjunto), en el capítulo 10 (anticipa el laberinto urbano de Manhattan Transfer, 1925, de John Dos Passos); el proceso evolutivo del inglés desde sus cimientos anglosajones, siglo a siglo, hasta los días de Joyce, en el capítulo 14 (conjuga con el parto de un embarazo anormalmente largo); la apropiación desmesurada de un libreto teatral, en el capítulo 15; y la parodia de los catecismos y cuestionarios, en el capítulo 17.

La odisea de hacerse humano

     Pero Ulises no brilla únicamente como emblema máximo del nuevo lenguaje narrativo. Se yergue, también, como la manifestación suprema de una cuestión central en el horizonte cultural de nuestra época: la comunión integral, absoluta, con la naturaleza humana, con sus virtudes y defectos, desde lo más fisiológico (comer, defecar, excitarse sexualmente, etc.) hasta lo más intelectual (las reflexiones de Stephen Dedalus) y espiritual (la filantropía de Leopold Bloom).

     No existe un personaje en toda la literatura universal al que conozcamos de modo más minucioso y completo, como acaece con Leopold Bloom, minuto a minuto, desde las 8 de la mañana del 16 de junio de 1904, hasta las 2 de la madrugada del día siguiente.

     Al respecto, destaquemos que escoja al protagonista de la Odisea como referente principal de Bloom. Desde sus años escolares, Joyce consideró a Ulises el personaje literario que mejor sintetiza la experiencia humana: nieto de Sísifo, hijo de Laertes, esposo de Penélope, padre de Telémaco y amante de diversas diosas y mujeres; no carece de valentía y habilidad guerrera, pero sobresale por su ingenio, astucia y curiosidad intelectual, prefiriendo la paz hogareña y el gobierno de su isla, a la fama heroica; sus aventuras resumen las pruebas y peripecias que nos depara la existencia.

     No solo eso. Obligado por la ninfa Calipso a elegir entre quedarse unido a ella y participar de la vida de los dioses, o regresar a su patria y hogar, Ulises optó por la existencia humana, perecedera, llena de limitaciones y penalidades, pero gozosamente vivida con los seres queridos en la tierra natal.

     Conviene percibir que Ulises sigue las partes de la misa (desde el Introito hasta el amén final) y la comunión a que nos invita Jesucristo en la Última Cena (“este es mi cuerpo, este es mi sangre”) deviene en una consagración del cuerpo humano: a partir del 4, todos los capítulos prestan atención a un órgano: riñones, piel, corazón, pulmones, etc.

     Los tres primeros capítulos no remiten a ningún órgano corporal, porque los protagoniza Stephen Dedalus, antes de que sea “adoptado” por Bloom en los capítulos 15-17.

     Se trata de algo crucial. En la novela anterior, Retrato del artista adolescente (1917), Dedalus piensa (iluminado por la revelación epifánica de llamarse como el mítico artista Dédalo, el cual no pudo escaparse del laberinto en que estaba prisionero, por culpa de su hijo Ícaro) que si quiere realizarse como el escritor más importante de su época, debía romper con todas las amarras: su país sometido a Inglaterra (en Ulises dirá “ya que no podemos cambiar de país, cambiemos de tema”); su familia en la miseria, con un padre irresponsablemente borracho y la exigencia de que, siendo el primogénito, Stephen debía ayudar con un empleo práctico, sacrificando su vocación literaria, la religión católica; la literatura mediocre y parasitaria del medio cultural irlandés; en fin).

     Y viajar a París, entregado a su conciencia egolátrica de genialidad, desdeñando a la masificada cultura reinante, deseoso de rivalizar con Homero y Dante, y destronar a Shakespare en la lengua inglesa (otro modo irlandés de liberarse de Inglaterra). La soberbia luciferina de Dedalus aflora totalmente en el capítulo 15 de Ulises, cuando pronuncia las célebres palabras atribuidas al serafín rebelde: “non serviam” (no serviré).

     Ahora Dedalus (alter ego de Joyce) debe registrar el cambio radical que experimentó Joyce el 16 de junio de 1904, cuando Nora Barnacle aceptó ser su esposa. El fruto fue que el etéreo Joyce asumió su corporeidad humana; diríase que se encarnó en la tierra, enamorado de su mujer, asumiendo el mundo que le tocó vivir y que debía retratar perennizándolo en sus páginas. Comprendió que el escritor más genial no es el que se comunica solo con una élite exquisita, sino el que asume la experiencia de todos los hombres (el masoquista y abnegado Leopold, el potencialmente creador Stephen, la hedonista Molly Bloom, el burlón cínico Mulligan, etc.), cargando las tribulaciones de su país (eje de todos los libros de Joyce) y de su época (la alienante “decadencia de Occidente” y la búsqueda vanguardista de la utopía).

Una comunión con lo humano que implica, por cierto, asumir el legado de las creaciones científicas y artísticas de la humanidad, a las que los capítulos les rinden tributo: teología, historia, filología, retórica, arquitectura, literatura, etc.

Es decir, el himno al ser humano (sin excluir ninguna palabra, ni censurar ninguna vivencia) más formidable que conozcamos.