Marcel Velázquez Castro

No hay muchas novelas históricas que representen la batalla de Ayacucho (1824), más allá de algunas pinceladas. Hombres de a caballo (1968), que ganó el premio Casa de las Américas, del argentino David Viñas tuvo más de una edición, pero hoy es casi inhallable en librerías. En el Perú, la muy irregular novela Bolívar (1924) de Pedro Dávalos y Lisson ofrece una desvaída descripción. Por su parte, la poco conocida Tiempos de la patria vieja (1926) de Angélica Palma muestra los desgarros familiares y formaliza los avatares de una guerra civil desde lo más íntimo, muy lejos de las celebraciones oficiales del centenario, como lo ha demostrado en un estudio Giovanna Pollarolo.

La colección del Bicentenario, proyecto colectivo liderado por Juan Manuel Chávez, está constituido por la publicación de ocho novelas y la traducción de una selección del diario de Basil Hall. Todos los textos ficcionales presentan nuevas miradas, inéditas historias y revelan una dimensión más humana y contradictoria de los personajes de bronce y de la gente anónima de las guerras de independencia. Sin embargo, seguía faltando la novela sobre la batalla decisiva.

Un día de guerra en Ayacucho (2021) de Fermín Goñi es una admirable y documentada reconstrucción de un acontecimiento histórico de América. Los grandes protagonistas de los dos ejércitos no pueden revelarnos muchos secretos más allá de lo ya conocido desde la historia decimonónica, la literatura, el cine, las series televisivas; sin embargo, el autor de esta novela logra un calado interesante en el general Canterac, el virrey La Serna, el coronel Suárez (el bisabuelo de Borges) y Sucre, que iluminan la comprensión del lector de la dimensión humana de estos jefes de ambos bandos guerreros.

Toda novela histórica es una reescritura de la historia y un diálogo con tradiciones literarias. En América Latina, las clásicas decimonónicas (Amalia de José Mármol; Clemencia de Manuel Altamirano; Gonzalo Pizarro de Manuel A. Segura y tantas otras) se preocuparon por la construcción imaginaria de una comunidad con un pasado singular. En el siglo XX, los escritores de la nueva novela histórica releen con ánimo desacralizador el relato oficial y buscan nuevas intertextualidades. Algunos se burlan con talento, mediante parodias o pastiches de los grandes personajes.

La novela de Goñi no sigue el camino tradicional decimonónico, pero tampoco apuesta plenamente por socavar la convención de veracidad del discurso histórico con otra convención, la de la irreverente ficcionalidad. Las posibilidades de la ficción se despliegan principalmente en los personajes anónimos y populares. Así un mérito mayor es la construcción de dos personajes entrañables: el sargento afro Felipe Reyes y la singular rabona Flora Barros, rubia y de ojos verdes. Ambos con saberes prácticos y un espíritu indomable que busca nuevos horizontes, lo que les permite sobrevivir en un mundo feroz, plagado de amenazas, como la enfermedad y el hambre, propios de toda guerra.

Esta pareja pierde a su hijo a los cuatro meses de haber nacido. La madre lo parió el mismo día de la batalla de Junín y muere poco antes de Ayacucho. Este pequeño cuerpo que solo fue una promesa se instaura como una alegoría del combate entre la vida y la muerte, pero también como un signo de los ideales que se arruinan, de los proyectos que nacen condenados al fracaso, quizá una referencia oblicua al devenir político de las nacientes repúblicas americanas. Por otra parte, estos episodios del bebé enfermo y el dramático dolor de la madre constituyen una singular apuesta por la terca insistencia de la vida, frágil o poderosa, en circunstancias adversas.  

La pareja no se amilana y sueña con otros horizontes, lejos de la tropa militar y sus idas y vueltas interminables en la Cordillera. La anagnórisis o reconocimiento de sí misma de la rabona es crucial: “En Huamanga ha podido mirarse a un espejo y se ha visto vieja, fea, macilenta y dolorida, aunque solo tenga 21 años”. A partir de este reconocimiento, ella es la que impulsa a la pareja en pos de nuevos sueños.

Hay otros personajes populares secundarios configurados con tinta firme y profunda; incluso, aquellos que son meramente evocados adquieren cierta concreción, como el ladino torero Calendario Espinoza que fallece de ataraxia, perdido entre los fríos picachos de la cordillera. “El clima es otro ejército”, sentencia un personaje.

Esta novela histórica afronta retos especiales porque tiene en el centro de su representación un día, la batalla en la Pampa de la Quinua, el 6 de diciembre de 1824. Eso le asigna una cierta lógica teleológica: todo conduce a la batalla, cuyo desenlace el lector ya conoce. 

La estructura de la novela es de factura clásica, tanto por la perspectiva de la narración omnisciente que crea una concordancia entre lo narrado y la forma de la narración, como por los capítulos de extensión semejante. Aunque hay algunas analepsis, en general se sigue un devenir temporal que alcanza su punto más alto el día de la batalla y que luego nos muestra las secuelas históricas y personales de la misma. Predomina la organización del material mediante la lógica de la contigüidad o la sucesión; entre la estampa y la anécdota, resalta la cifra de cada uno de los personajes.

La dimensión verbal de la novela permite enriquecer los oídos del lector con un puñado de palabras de diversas resonancias: hemeródromo, otacustas… Asimismo, impresionan Canterac y su lectura de Junín: “Una fatalidad tan funesta como incomprensible”; o el díscolo general Olañeta que lucha contra los patriotas y contra los realistas con el mismo tesón.

Los uniformes a 4 000 metros de altura se convierten en “paños de tonos indefinibles”, ponchos deshilachados, que cubre cuerpos indígenas, negros, mestizos en ambos lados. “Si la muerte llegara de España, seríamos inmortales”, ironiza uno de los realistas, mientras Sucre se lamenta de sí mismo, pues está “hecho una maraca vieja”.

No son solo transacciones y confluencias entre la literatura y la historia la que encontrará el lector en esta novela, sino también la lógica del periodismo, de la investigación para reconstruir fidedignamente los hechos, es decir, por momentos, la victoria de la verdad sobre la verosimilitud. En consecuencia, la novela se nutre de la historia, la literatura y el periodismo y sus diferentes regímenes de representación, pero el talento del escritor logra crear una confluencia armónica.

En síntesis, Un día de guerra en Ayacucho anuda con pericia los vínculos entre los acontecimientos que orbitan alrededor y dentro de la batalla. Así se dibuja un lienzo vivo, donde el episodio crucial crece en densidad y nos interpela desde múltiples voces. Lectores, adelante, paso de vencedores.