Marcel Velázquez Castro

Luego de un trío inicial de novelas notables, hay una década de obras menores en la trayectoria de Vargas Llosa. Su primer y último gran resurgimiento fue La guerra del fin del mundo (1981), una novela total, pues integró en una estructura artística todas las dimensiones de la realidad y realizó una exploración aguda y plural sobre las relaciones entre el poder, la política, la república, las ideologías y los empobrecidos.

Esta novela posee una intrincada red de intertextualidades con partes de guerra, libros históricos, fotografías, relatos orales, pero entre ellos sobresale Los Sertones (1902) de Euclides da Cunha, un clásico de la cultura brasileña que tuvo su origen en un conjunto de reportajes del mismo autor sobre la Guerra de Canudos (1896-1897) publicados en O Estado de Sao Paolo. Da Cunha busca comprender con herramientas conceptuales del positivismo, basadas en el determinismo del clima y la raza, la rebelión de un grupo social mestizo que supuestamente instalado en la ignorancia y en el fanatismo religioso desafió a la república brasileña y provocó una guerra de exterminio del Ejército contra los sertanejos de Monte Santo mediante balas, dinamita y kerosene.

Los números de la Guerra de Canudos estremecen: cuatro expediciones militares en doce meses, más de 10 000 soldados movilizados, 25 000 muertos (la mayoría civiles carbonizados), destrucción total de 5200 casas de los yagunzos, cientos de mujeres y niños sobrevivientes “regalados”, como mercancías. Todo Brasil se volvió contra estos millares de pastores rurales, pobres y analfabetos y se produjo la primera aniquilación total de una ciudad creada por la fe e instalada en medio del desierto y la caatinga, arbustos bajos típicos de ese clima extremadamente seco, pese a estar situado en el trópico. Este nuevo agrupamiento de gente seguía a una figura religiosa y mesiánica: Antônio Conselheiro, quien rechazaba los procesos de modernización y secularización de la naciente república. 

El novelista peruano construye un narrador que adopta múltiples voces y perspectivas, pero las experiencias y trayectorias de cada uno de los personajes principales con sus luces y sombras (el periodista miope, El barón de Cañabrava, el anarquista, librepensador y frenólogo Galileo Gall, el militar jacobino Moreira Cesar, João Abade, Vilanova, el padre Joaquim…)  no ofrecen al lector un sentido definitivo de lo ocurrido. En esta novela no hay héroes inmaculados ni victorias redentoras: todos son culpables y víctimas desde algún horizonte. El triunfo de la república liberal mediante una masacre militar no crea nuevas esperanzas, sino culpa y arrepentimiento porque se ingresa al anhelado orden y progreso con las manos manchadas de sangre. Esta terrible fórmula se volverá paradigma en la historia latinoamericana del siglo XX.

La ambigüedad moral, el asombro, el escepticismo, la pulsión por la vida se imponen entre los personajes, pero no hay unidad ni consensos del terrible acontecimiento en las variadas reconstrucciones y en las experiencias teñidas a veces de idealismos delirantes. Esa incertidumbre sobre lo realmente ocurrido constituye un problema cognoscitivo, la novela multiplica los sentidos y desafía al lector. ¿Una utopía cristiana? ¿Una restauración monárquica? ¿El triunfo del fanatismo en una zona rural? ¿Otro enfrentamiento entre la civilización y la barbarie, entre el progreso y sus adversarios? Todas estas pistas son insuficientes, incluso la lucidez política del barón de Cañabrava se resigna y exclama “es como si el mundo hubiera perdido la razón y solo creencias ciegas, irracionales gobernarán la vida”.

Las intempestivas y furiosas rachas de estornudos del periodista acentúan su singularidad, y dificultad de adaptación social, pero también refieren a una dimensión material del cuerpo: la excrecencia que adquiere relevancia en la configuración de varios personajes. Por ejemplo, durante sus últimos días, el cuerpo lacerado de Conselheiro expele constantemente una aguadija, que sus seguidores consideran maná; el feroz exbandidao João Abade, convertido en lúcido estratega militar, se distingue por su silencio y su hosco semblante, pero llora cuando el Enano le narra oralmente la Terrible y Ejemplar Historia de Roberto el Diablo; el coronel sertonero Macedo orina sobre su desalmado subordinado gaucho. Además, la fuerza de la sexualidad se impone sobre los puritanismos revolucionarios o religiosos. De este modo, el cuerpo humano aparece en toda su magnitud y miseria en toda la novela.

Como en otras novelas, el autor construye personajes que narran o escriben. El Enano, el periodista miope y el León de Natuba, es decir, los anormales, aparecen asociados a la potencia del relato oral y la escritura. Los dos últimos son guardianes de la memoria del caos y el horror desde bandos diferentes. El periodista, amante del opio y del éter, que encuentra el amor en medio de la guerra, expresa también la conciencia y la angustia de las limitaciones de formalizar la realidad mediante la palabra.

En el relato novelístico de Canudos de Vargas Llosa, hay varias claves que se proyectan sobre el terror y el horror del Perú de las décadas del conflicto armado interno. La polifonía de voces que remarcan la mentira y el error cognitivo como la norma en la política, la facilidad de una chispa para encender la pradera o el desierto, el interminable espiral de violencia, las justificaciones civilizadas de la barbarie, la cohesión comunitaria mediante ideas maniqueas y simples. En síntesis, allí están la violencia, el fanatismo y la muerte y el no-lugar en la república de los más empobrecidos.

Ángel Rama la consideró la Guerra y paz de América Latina y destacó el “imperio de la fuerza creadora” de esta novela sobre “los desheredados de la modernización”; el crítico uruguayo considera que en este texto se plasma la concepción de mundo de Vargas Llosa: rechazo frontal al autoritarismo y totalitarismos de todo pelaje, horror al dogma, defensa del anticonformismo y de los valores individualistas del hombre, principalmente la libertad y el placer.

La guerra del fin del mundo es el pico más alto de una copiosa, pero desigual obra narrativa. En estos tiempos, sus páginas nos ofrecen en códigos de una novela de aventuras -con ecos cultos y populares- una historia implacable de la condición humana, de los monstruos de la razón, de la fuerza del fanatismo y del tango enloquecido entre la pobreza y la utopía. La extraordinaria imagen del periodista sin sus lentes, casi ciego, que construye una visión y una memoria de lo que ocurre desde lo borroso, la oscuridad y la extrema vulnerabilidad constituye también una lograda alegoría de la humanidad buscando conocer el sentido histórico de sus acciones.

En estos tiempos de nuevos fanatismos, otros desconciertos y múltiples realidades amenazadoras, la lectura de La guerra del fin del mundo puede ser un viaje liberador y esclarecedor frente a nuestras profundas oscuridades sociales y un tenaz mentís a las verdades que nos consuelan.