Ricardo González Vigil

Estamos de acuerdo con quienes opinan que el recientemente fallecido Javier Marías (Madrid, 1951-2022) era el novelista español de su generación con más méritos para ganar el Premio Nobel de Literatura. En un marco donde el mercado editorial español propicia que proliferen voces que se limitan a exhibir su dominio del oficio, dispuestas a entretener al lector con sus tramas ingeniosas, repletas de acción y suspenso (con su cuota de violencia, sexo y actitud superficialmente provocadora), al abrigo de géneros o subgéneros de consumo asegurado (policial, narración histórica, ciencia ficción, terror, erotismo, autoficción, en fin); Marías se enseñoreó como un autor en todo el sentido de la palabra. Un creador con un universo propio e intransferible, entregado a explorar, con sutileza y complejidad excepcionales, lo más hondo y misterioso de la naturaleza humana.

Resulta sintomático, al respecto, que fue el primer narrador de España en ganar, en 1995, gracias a la magistral Mañana en la batalla piensa en mí el premio de novela más importante del ámbito hispánico, en ese entonces (sitial que ha perdido en el siglo XXI): el premio Rómulo Gallegos.

En su etapa más exigente (cuando era quinquenal), había galardonado a grandes creadores: Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Fernando del Paso, además de una figura tan respetable como Abel Posse. A partir de 1989, se volvió bienal, y siguió premiando autores dignos de tal nombre (aunque no tan cruciales como los cuatro primeros que recibieron el premio): Manuel Mejía Vallejo, Arturo Uslar Pietri y Mempo Giardinelli. A ellos se sumó brillantemente, con su rango de autor y no de mero escritor con oficio, Javier Marías, voz mayor de la nueva narrativa española surgida en los años 70, conectable con la enorme renovación que llevó a cabo el “boom hispanoamericano” de los años 60.

Conviene puntualizar, al respecto, que, a pesar de su admiración por algunos -en verdad, pocos- autores hispanoamericanos (sobre todo, Borges), Marías bebió directamente la modernización narrativa desplegada por escritores de lengua inglesa, desde el siglo XVIII (ahí el Tristam Shandy, de Laurence Sterne, traducido ejemplarmente por Marías).

Marías forjó un estilo de frases largas, digresiones y asociaciones reflexivas (una personalísima recreación del “flujo de la mente”) que ponen en segundo plano la cadena de las acciones narradas y la intriga, para ahondar en las luces y sombras de la naturaleza humana, y tornar patente que la realidad es tan compleja (“ineluctable modalidad de lo visible”, sostiene Joyce, en Ulises) que la escritura no puede asirla/explorarla por entero.

Sus principales maestros fueron el citado Sterne (pródigo en digresiones, caso extremo del afán de hablar de todo para brindar los antecedentes y el marco de cada acción narrada), Henry James (el de Retrato de una dama y, de modo acusado, las novelas finales, a partir de Las alas de la paloma), Joseph Conrad (el de Lord Jin), James Joyce y William Faulkner.

Agréguese que el creador literario más reverenciado por Marías es el emblema máximo del idioma inglés: William Shakespeare, fuente de varios títulos de sus novelas (Corazón tan blanco, Mañana en la batalla piensa en mí y Negra espalda del tiempo, verbigracia) y de referencias continuas dentro de sus obras.

Una de sus últimas novelas ilustra excelentemente la riqueza simbólica de Marías: Berta Isla (2017, premio de la crítica en España, mejor libro del año en la española Babelia, el italiano Corriere della sera y el portugués Público). Rehace libremente la Odisea (y, en el trasfondo, el Ulises joyceano, el cual, a su vez, alude a la vida de Shakespeare y a Hamlet): durante 20 años Berta vive como una Penélope que, le guste o no, debe ignorar totalmente las misiones de espía que cumple su esposo Tomás Nevinson. Al comienzo, Tomás se ausenta meses, pero, sin que le expliquen nada, desaparece 12 años (Tomás llega a convivir con otra mujer), hasta que regresa, cancelados sus servicios de espía para el Reino Unido.

Aunque Berta tiene relaciones sexuales esporádicas, no cesa nunca de esperar a su enigmático marido; fiel al lazo matrimonial, hasta cuando oficialmente recibe una pensión de viuda porque Tomás no da muestras de estar vivo (12 años, recalquemos).

En cambio, a Tomás, desde niño no les ha preocupado saber quién es (si tiene o no una identidad determinada); y posee el don de imitar perfectamente las voces ajenas, unido a una facilidad asombrosa para aprender idiomas. Recordemos que Ulises le dice a Polifemo que se llama Nadie (Nemo) y se adopta astutamente a todas las circunstancias; añadamos que Shakespeare, en la versión de Borges (“Everything and Nothing”, del libro El hacedor), nunca fue alguien determinado, y por eso, se consagró a imaginar el elenco de personajes más variado y vívido que haya creado escritor alguno.

De otro lado, Ulises estuvo siete años cautivo en la isla de la ninfa Calipso (enamorada apasionadamente de él) y ya muchos creen que ha muerto, al inicio de la Odisea. De todos modos, Ulises nunca dejó de amar a Penélope, a pesar de sus peripecias amorosas (con Calipso y Circe), conforme acaece con Tomás y Berta, cuyo apellido Isla connota no solo su soledad y aislamiento, sino remite a la isla de Ítaca a la que Tomás quiere regresar.

Eso no es todo. Subyace en Berta Isla la referencia al cuento “Wakefield”, de Nathaniel Hawthorne, en el que el protagonista se despide de su esposa para instalarse a la vuelta de su vivienda. Durante 20 años Wakefield vive escondido, espiando siempre lo que hace su esposa. Y, cuando decide retornar a su hogar, el narrador le alerta que ya no podrá reinsertarse en el marco vital que abandonó (que ha seguido fluyendo sin tenerlo en cuenta a él) y que se ha vuelto “un desterrado del universo”.

Rico simbolismo: Berta como una persona que ama y espera sin conocer cabalmente a la persona elegida como compañera (la que debería sacarla de su destino de “isla”). Y Tomás como “un hombre sin atributos” (semejante al protagonista de la novela de Robert Musil), “un hombre hueco” (imagen de T.S. Eliot, poeta que Tomás cita constantemente); es decir, vacío nihilista del hombre contemporáneo ya previsto por Henry James en “La bestia en la jungla”.